lunes, 21 de julio de 2014

Del Kaushitaki Upanishad (extracto)

Entonces dijo Indra:


     Yo soy el aliento de vida (prana) y yo soy la consciencia de vida Prajña-atman.
     Adórame y piensa en mí como vida e inmortalidad.
     El aliento de vida es uno:
     Cuando hablamos, la vida habla.
     Cuando vemos, la vida ve.
     Cuando oímos, la vida oye.
     Cuando pensamos, la vida piensa.
     Cuando respiramos, la vida respira.
     Y hay algo más grande que el aliento de vida.
     Pues se puede vivir sin habla: ahí están los mudos.
     Se puede vivir sin vista: ahí están los ciegos.
     Se puede vivir sin oído: ahí están los sordos.
     Se puede vivir sin una mente cuerda: ahí están los locos.
     Mas es la consciencia de vida la que se convierte en el aliento de vida y otorga vida a un cuerpo.
     El aliento de vida es la consciencia de vida y la consciencia de vida es el aliento de vida.

     Cuando la consciencia (prajña) controla el habla, con el habla podemos pronunciar todas las palabras.
     Cuando la consciencia controla la respiración, con una inspiración podemos oler todos los perfumes.
     Cuando la consciencia controla la vista, con los ojos podemos ver todas las formas.
     Cuando la consciencia controla el oído, con el oído podemos escuchar todos los sonidos.
     Cuando la consciencia controla la lengua, con la lengua podemos saborear todos los gustos.
     Cuando la consciencia controla la mente, con la mente podemos pensar todos los pensamientos.

     No es el habla lo que deberíamos querer conocer: deberíamos conocer al que habla.
     No son las cosas que se ven las que deberíamos querer conocer: deberíamos conocer al que ve.
     No son los sonidos los que deberíamos querer conocer: deberíamos conocer al que escucha.
     No es la mente la que deberíamos querer conocer: Deberíamos conocer al que piensa.


Nota: La versión de este extracto corresponde a Juan Mascaró.






    

    

viernes, 18 de julio de 2014

La puerta del templo -una historia Zen-

Había una vez un hombre rico, llamado Hei-zayemon, que se esforzaba por alcanzar en su vida las virtudes recomendadas por los antiguos sabios.
     Como hombre serio y estudioso, Hei-zayemon solía gastar con liberalidad parte de su riqueza en actos de benevolencia, de caridad y de ayuda a los pobres.
          Muchos niños de familias menesterosas eran rescatados gracias a su intervención, y personalmente financiaba la construcción de numerosos puentes y caminos en su provincia para beneficio de la gente.
Cuando murió, Hei-zayemon estipuló en su testamento que su legado fuera utilizado para continuar obras de beneficencia generación tras generación, lo cual fue cumplido por sus hijos y por sus nietos.
Se dice que un día apareció en la puerta de Hei-zayemon cierto monje budista. Parece que este religioso había oído hablar de la generosa y abundante magnanimidad de este hombre, inhabitual entre los ricos de aquella época, y había ido a pedirle dinero con el objeto de construir la puerta de un templo.
El filántropo se rió en la cara del monje y le dijo:
"Yo ayudo a la gente porque no puedo soportar verla sufrir. ¿Qué tiene de malo un templo sin puerta?

Autor desconocido.