LA DESILUSION
Blanco y negro y blanco y negro
atención, quiero enseñaros a morir,
cerrad los ojos, apretad los dientes,
¡Clac!, ya véis, no es nada difícil,
no hay en esto nada asombroso.
Os hablo sin pasión,
negro y blanco y negro y blanco,
¡Clac!, ya véis qué pronto se aprende,
os hablo sin amor,
y sin embargo bien sabéis...
-hay que llevar la evidencia hasta el absurdo-
Blanco y negro y blanco y negro y negro y blanco,
si nuestras almas cambiaran sus cuerpos,
nada cambiaría,
por lo tanto no habléis más de cuerpos y almas.
Blanco, negro, ¡Clac! es lo único
que podemos concebir unido,
(¿no es cierto que no hay en esto nada trágico?)
Os hablo sin pasión
blanco, negro, blanco, negro, ¡Clac!,
es mi eterno grito de moribundo,
ese grito blanco, ese agujero negro...
¡Oh! No entendéis nada,
ni tampoco existís
yo me encuentro solo para morir.
René Daumal
Bibliografía: Le Contre-Ciel (Cahiers Jacques Doucet, París, 1936)
HECHOS MEMORABLES
Acuérdate de tu madre y de tu padre, y de tu primera mentira
cuyo indiscreto olor se arrastra por tu memoria.
Acuérdate de tu primer insulto a los que te engendraron:
la semilla del orgullo quedó sembrada, resplandeció la fisura
quebrando la unidad de la noche.
Acuérdate de los anocheceres de terror en los que el pensamiento de la nada te arañaba el vientre,
y volvía sin cesar para picotearte como un buitre; acuérdate también de las mañanas de sol en el cuarto.
Acuérdate de la noche de liberación en la que, al caer tu cuerpo suelto como un velamen, respiraste un
poco del aire incorruptible; acuérdate también de los animales pegajosos que te han vuelto a aprisionar.
Acuérdate de las magias, de los venenos y de los sueños tenaces -querías ver, te tapabas ambos ojos
para ver, pero no sabías abrir el otro.
Acuérdate de tus cómplices y de los fraudes en común y de ese gran deseo de salir de la jaula.
Acuérdate del día en que desgarraste la tela y te apresaron vivo, inmovilizado ahí mismo en la batahola
de bataholas de las ruedas que giran sin girar, contigo adentro, cogido siempre por el mismo instante
inmóvil, repetido, repetido, y el tiempo no daba sino una vuelta, todo giraba en tres sentidos innumerables,
el tiempo se cerraba al revés (y los ojos de carne sólo veían un sueño, sólo existía el silencio devorador, las
palabras eran pieles secas, y el ruido, el sí, el ruido, el no, el alarido visible y negro de la máquina te
negaba), el grito silencioso "Yo soy" que el hueso oye, por el cual muere la piedra, por el cual cree morir
lo que nunca fue. Y tú no renacías a cada instante sino para ser negado por el gran círculo sin límites,
todo pureza, todo centro, todo pureza salvo tú mismo.
Y acuérdate de los días que siguieron, cuando marchabas como un cadáver hechizado, con la certidumbre
de ser devorado por el infinito, de ser aniquilado por el existencia única de lo Absurdo.
Y acuérdate sobre todo del día en que querías arrojarlo todo, de cualquier modo. Pero un guardián
vigilaba en tu noche, vigilaba mientras dormías, te hizo tocar tu propia carne, te hizo recordar a los tuyos,
te hizo recoger tus andrajos. Acuérdate de tu guardián.
Acuérdate del hermoso espejismo de los conceptos, y de las palabras conmovedoras, palacio de espejos
construido en un sótano. Y acuérdate del hombre que vino y lo rompió todo, te tomó con su tosca mano,
te arrancó de tus sueños y te obligó a sentarte sobre las espinas del pleno día. Y acuérdate de que no sabes recordar.
Acuérdate de que todo se paga, acuérdate de tu felicidad, pero cuando te trituraron el corazón, era ya
demasiado tarde para pagar por adelantado.
Acuérdate del amigo que te tendía su razón para recoger tus lágrimas brotadas de la fuente helada que
violaba el sol de primavera.
Acuérdate de que el amor triunfó cuando ella y tú supísteis someteros a su fuego ansioso, rogando morir
en la misma llama.
Pero acuérdate de que el amor no es de nadie, de que en tu corazón de carne no hay nadie, de que el sol
no pertenece a nadie, ruborízate al contemplar el cenagal de tu corazón.
Acuérdate de las mañanas en que la gracia era como una vara amenazadora que te conducía, sumiso, a
través de tus jornadas, ¡Bienaventurado el ganado bajo el yugo!
Y acuérdate de que entre sus dedos entumecidos tu pobre memoria dejó escapar el pez de oro.
Acuérdate de los que te dicen: acuérdate. Acuérdate de la voz que te decía: no caigas. Y acuérdate del
placer equívoco de la caída.
Acuérdate, pobre memoria mía, de las dos caras de la medalla. Y de su metal único.
de Poésie noire, poésie blanche.
Ambos poemas fueron traducidos por el poeta, ensayista y crítico de arte Aldo Pellegrini.