por Mark Epstein
- Kisagotami había perdido a su bebé a causa de una enfermedad. Desesperada, cogió al niño entre sus brazos y fue de casa en casa suplicando un remedio que le devolviera la vida.
Sus vecinos, pensando que había enloquecido, se asustaron y le cerraron la puerta, pero un hombre quiso ayudarla y le dijo que el Buda tenía la medicina que estaba buscando. Entonces Kisagotami se dirigió al Buda -del mismo modo que nosotros acudimos al psicoterapeuta- en busca de remedio.
-Conozco un remedio -le dijo el Buda-. Pero necesitaré un puñado de granos de mostaza de una casa en la que nunca haya muerto ningún niño, marido, padre o sirviente.
Cuando volvió al pueblo dispuesta a cumplir con ese requisito, Kisagotami no tardó en darse cuenta de que se trataba de una tarea imposible y que jamás encontraría una casa que no hubiera sido visitada por la muerte. Entonces fue cuando abandonó el cuerpo de su hijo en el bosque y regresó al lugar donde se hallaba el Buda.
- ¿Has conseguido el puñado de mostaza? -le preguntó el Buda.
- No -respondió Kisagotami-. La gente del pueblo me ha dicho que "pocos son los vivos y muchos los muertos".
-Tu creías ser la única que había perdido un hijo -le dijo, entonces, el Buda-. Pero la ley de la muerte es que todas las criaturas vivas están sometidas a la impermanencia.
Poco tiempo después de que Kisagotami se convirtiera en una renunciante y seguidora de Buda, se hallaba sentada en la ladera de una montaña cuando, mirando hacia el pueblo, vio el resplandor de las casa iluminadas por la luz de las velas y se dijo a sí misma: "Mi estado es semejante al de esas lámparas" y, según afirma la leyenda, en ese mismo momento el Buda se le apareció confirmando su visión con las siguientes palabras:
"Todos los seres vivos se asemejan a la llama de una vela. En un momento alumbran y, al instante siguiente, ya se han extinguido. Los únicos que han hallado la paz son los que han alcanzado el nirvana".
Y, aunque esta historia constituya, fundamentalmente, una parábola acerca de la muerte y la fugacidad de la existencia, también encierra una enseñanza en torno al problema del vacío. Al igual que Kisagotami, todos nosotros nos aferramos a la sensación de carencia emocional y vamos de un lado a otro buscando el modo de llenar ese vacío. A lo igual que ella, vamos de puerta en puerta suplicando a nuestras familias y terapeutas que se hagan cargo de nuestro problema hasta que terminamos comprendiendo que no se trata tanto de un problema individual como universal. Cuando Kisagotami dejó de obsesionarse con su trauma y dirigió su mirada hacia el trémulo brillo de las luces que provenían del pueblo, pudo acceder a la dimensión universal que se ocultaba detrás de su infortunio.
Pero sólo pudo acceder a esa experiencia cuando dejó de negar su tragedia personal; sólo pudo comprender la enseñanza del Buda cuando aceptó la pérdida; sólo pudo salir de la crisis que la aquejaba cuando dejó de luchar para reprimir su pesar y tratar de mantenerse indemne; sólo pudo relajarse cuando cobró conciencia de que nunca tendría lo que creía merecer.
Nuestro vacío, en suma, sólo dejará de acosarnos cuando dejemos de afrontarlo desde una perspectiva personal.