martes, 3 de enero de 2012

.Vi una vez, en un pueblo japonés, un estanque de peces quizás eterno. Un granjero lo había construído para su granja. El estanque era un simple rectángulo de unos dos metros de ancho por tres de largo, con una pequeña salida para el riego...En el estanque había ocho grandes y viejas carpas, cada una de unos cuarenta centímetros de largo, anaranjadas, doradas, púrpuras y negras. la mayor llevaba allí ochenta años.

Los ocho peces nadaban, lenta, pausadamente, en círculos, a menudo dentro del círculo de madera. El
mundo entero cabía en ese estanque.
Cada día, el granjero se sentaba allí unos minutos. Yo me quedé sólo un día y estuve allí sentado toda la tarde. Incluso ahora, no puedo pensar en ello sin que se me salten las lágrimas. Aquellos viejos peces habían estado allí nadando lentamente en aquel estanque durante ochenta años. Era algo tan natural para los peces, las flores, el agua y los granjeros, que se había mantenido así durante todo ese tiempo, repitiéndose interminablemente. Y siempre diferente.
No hay un grado de totalidad o realidad que pueda alcanzarse más allá de aquel sencillo estanque.
Y, no obstante, como las demás palabras, esta palabra (eterna) confunde más que aclara. Apunta a una cualidad religiosa. La indicación es precisa y, sin embargo, hace que la cualidad que aquel estanque poseía parezca misteriosa. Era, por encima de todo, normal y corriente. Lo que la hace eterna es su simpleza. La palabra "eterna" no puede reflejarlo.


de Christopher Alexander



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