Los primeros legisladores, al imponer códigos en nombre de los dioses, no tuvieron que exaltar su moralidad; los hombres habituados a obedecer simplemente por la fuerza se sometieron, una vez más, por temor a una fuerza mayor.
Pero después, al dejar de creer en los dioses, el hombre, liberado de sus terrores, debería lógicamente dejar de obedecer a todo lo que no estuviera en armonía con su interés. Todavía estamos lejos de tal resultado.
Un largo proceso hereditario creó en nosotros la tendencia a repetir los actos de quienes nos precedieron; nuestra constitución física, parecida a la de nuestros padres, nos predispone a actuar y a pensar como ellos. Estas predisposiciones son ampliadas gracias a una educación orientada en este mismo sentido. Nada habría de notable en esto si la ignorancia del hombre no hubiese dado a este simple hábito una forma especial, llamada conciencia, algo que, por otra parte, ningún anatomista ha podido encontrar bajo el escalpelo.
Para los creyentes, la conciencia es la voz de dios. Para los otros, porque también los no creyentes se refieren a la conciencia, ¿qué podría ser sino el resultado de las disposiciones particulares de cada organismo y una función de memoria?
Los dioses pueden ahora desaparecer, la humanidad los ha reemplazado; para su propia servidumbre ha inventado el dios laico, la tiranía íntima: la conciencia.
Sin embargo, movido por las violentas incitaciones del instinto, el hombre encuentra, por momentos, la irresistible inclinación hacia el bien, hacia el goce, y entonces, a pesar de las trabas, vive por un minuto el acto de su elección.
Un minuto en el que saborea la vida, pero luego regresan a su memoria todas las prohibiciones que se le han inculcado. No habituado a vivir libremente, enseguida se espanta de encontrarse solo fuera de las barreras entre las que se ha acostumbrado a andar. Esta memoria de las reglas que se le han inculcado, este tormento por haber actuado de una forma distinta de la habitual, toda esta turbación le parece el reproche de su conciencia indignada. Nada enojoso le ha sucedido y sin embargo su alegría se ha esfumado.
Un sentimiento fáctico, el remordimiento, lo hace sufrir sin causa. Se acusa a sí mismo de su acto, lo llama culpa, pecado, mala acción.
¿Y por qué es mala esa acción? Si ha causado un perjuicio, un sufrimiento, es comprensible que el hombre lo lamente. Este lamento será el punto de partida de una experiencia que le servirá para no dañarse en una circunstancia parecida. Pero si la acción ha sido útil para su vida, si le ha procurado fuerza o alegría, ¿no será más bien una buena acción?
Cualquier concepción de la imaginación tiende a encarnarse en una forma física. Los pensamientos crean actos, los sistemas filosóficos crean organizaciones sociales. El tribunal íntimo, la conciencia, da origen a la autoridad judicial, al juez; el remordimiento y las expiaciones voluntarias hacen aceptar la coerción.
S i el hombre no se hubiera acostumbrado a escudriñar sus actos, a medirlos con otra balanza que no sea la de su verdadero interés; si no se hubiera reprendido y declarado culpable tantas veces, ¿cómo iba a admitir que otro hombre le pidiera cuentas de su conducta y se erigiese en censor de sus acciones en vistas a absolverlo o a castigarlo?
La creencia en la culpabilidad es la base de todo este sistema. El hombre se cree culpable, cree que otros hombres también se declaran culpables y de esto concluye que es necesario un poder represivo.
En cuanto a determinar cuáles son los actos reprensibles, ya es más complicado. Al concebir, cada uno, el bien y el mal de una manera distinta, la famosa "voz de la conciencia" habla distintamente según cada individuo. Esta cacofonía bastaría para sacar a los hombres de su error, si quisieran prestarle atención; pero la mayoría cree en una justicia abstracta, inmutable, eco de su propia conciencia. En nombre de esa justicia, esta mayoría reclama del poder judicial la sanción del bien y del mal. Pero como esta concepción de la justicia reviste también, en sus detalles, un aspecto particular según cada individuo, cada uno, al sonsiderar naturalmente su opinión como única verdadera, califica de injusto todo lo que se aleja de ella.
Semejante confusión debería mostrar a los hombres la inanidad de todo aquello que no se fundamenta en la experiencia. Sin embargo, no basta para disipar su ceguera: continúan reclamando la justicia tal como reclaman una dirección, y, una vez más, lo único que reciben es la coacción.
¿Qué es la sentencia proclamada por un magistrado, en nombre de la ley? Es la coacción ejercida sobre un individuo para obligarlo a conformarse o para castigarlo por haber infringido la voluntad de algunos centenares de diputados cuya función consiste en legislar. Si mañana estos hombres cambian de opinión o ceden el lugar a otros, éstos podrán hacer leyes distintas, y el juez, pronunciando otras sentencias, proclamará otra justicia. Cuando un jurado es llamado a pronunciarse respecto al acto de un reo, ¿no se hace visible que las ideas personales, el carácter, las disposiciones físicas y momentáneas de los jurados son las únicas bases según las cuales se emite el juicio? Cambiad de jurados y el individuo considerado inocente por unos será entregado a la pena capital por los otros.
por Alexandra David-Néel