lunes, 28 de mayo de 2012

El árbol de la vida -Primera parte-

No es bueno que el hombre recuerde a cada instante que es hombre. Examinarse a sí mismo ya es algo malo; examinar a la especie, con celo de obseso, es aún peor: es atribuir fundamento objetivo y justificación filosófica a las miserias arbitrarias de la introspección. Mientras trituramos nuestro yo, podemos pensar que estamos abandonándonos a una chifladura; en cuanto todos los yoes se convierten en el centro de una cavilación interminable, encontramos generalizados, mediante un rodeo, los inconvenientes de nuestra condición, nuestro accidente erigido en norma, en caso universal.
En primer lugar, comprendemos la anomalía del fenómeno en bruto de la existencia y, sólo después, la de nuestra situación específica: el asombro ante el ser precede al que se siente ante el hecho de ser hombre.
Sin embargo, el carácter insólito de nuestro estado debería constituir el dato primordial de nuestras perplejidades: es menos natural ser hombre que ser simplemente. Es algo que sentimos de forma instintiva y explica la voluptuosidad que experimentamos en todas las ocasiones en que apartamos de nuestra mente a nosotros mismos para identificarnos con el bienaventurado sueño de los objetos. No somos realmente quienes somos sino cuando, cara a cara con nosotros mismos, no coincidimos con nada, ni siquiera con nuestra singularidad.
La maldición que nos abruma pesaba ya sobre nuestro primer antepasado, mucho antes de que se interesara por el árbol del conocimiento. Si estaba insatisfecho de sí mismo, más lo estaba aún de Dios, al que invidiaba sin ser consciente de ello; llegaría a serlo gracias a los buenos oficios del tentador, auxiliar más que autor de su ruina. Antes vivía con el presentimiento del saber, con la ciencia que no se conocía a sí misma, con una falsa inocencia, propicia a la aparición de la envidia, vicio engendrado por el trato con quienes son más afortunados; ahora bien, nuestro antepasado frecuentaba a Dios, lo espiaba y se veía espiado por El.
Nada bueno podía resultar de ello.

E.M.Cioran

(de la traducción de Carlos Manzano en Editorial Tusquets.)