La obediencia es la muerte. Cada instante en que el hombre se somete a una voluntad extraña es un instante arrancado a su propia vida.
Cuando un individuo se ve obligado a efectuar un acto contrario a su deseo o se ve impedido para actuar de acuerdo con su necesidad, deja de vivir su propia vida y, mientras que el que manda aumenta aumenta su poder vital gracias a la fuerza de los que se le someten, aquel que obedece se aniquila, se ve absorbido por una personalidad extraña; ya no es más que fuerza mecánica, herramienta al servicio del otro.
Cuando se trata de la autoridad ejercida por un hombre sobre otros hombres, por un soberano déspota sobre sus súbditos, por un patrón sobre sus obreros, por un señor sobre sus criados, enseguida se comprende que esta personalidad emplea la vida de quienes se le someten para dar satisfacción a sus placeres, a sus necesidades o a sus intereses: o sea, para el embellecimiento y la ampliación de su propia vida en perjuicio de la de los demás. Lo que no suele entenderse tan claramente es la nefasta influencia de las autoridades de orden abstracto: las ideas, los mitos religiosos o de cualquier otro tipo, las costumbres, etc. Sin embargo, todas las manifestaciones exteriores de autoridad tienen su origen en una autoridad mental. En efecto, ninguna autoridad material, ya sea la de las leyes o la de los individuos, posee su fuerza y su razón en sí. Ninguna se ejerce realmente por sí misma: todas se basan en ideas. Y, si el hombre llega a aceptar su realización tangible en las diversas formas revestidas por el principio de autoridad, es porque primero se doblega ante estas ideas.
La obediencia tiene dos faces distintas:
1. Se obedece porque no puede hacerce otra cosa.
2. Se obedece porque se cree que se debe obedecer.
En las conciciones de vida casi animal en que vivieron los primeros humanos, la voluntad del más fuerte era la ley suprema ante la cual debían doblegarse los más débiles.
"Quiero", dice el que se siente con fuerza suficiente para obligar a otro a obedecerlo. Esta coacción no implica sanción moral alguna. Uno quiere porque tal es su placer, el otro obedece por temor, y si logra ponerse fuera del alcance de las represalias, se apresura a actuar a su antojo, satisfecho de su libertad, dispuesto, a su vez, a imponer su voluntad a quien sea más débil que él. Este dominio a través de la fuerza física no puede, en verdad, ser llamado autoridad: no pasa de ser una coacción pasajera y únicamente material, no aceptada por la voluntad del que obedece. Sólo el dominio ejercido en nombre de ideas abstractas por el más débil sobre el más fuerte y aceptado por éste, constituye la autoridad. Se entra entonces en la segunda face:
. Uno obedece porque se imagina que es necesario obedecer.
de: Alexandra David-Neel (1968-1969)
fin de la primera face.
Cuando un individuo se ve obligado a efectuar un acto contrario a su deseo o se ve impedido para actuar de acuerdo con su necesidad, deja de vivir su propia vida y, mientras que el que manda aumenta aumenta su poder vital gracias a la fuerza de los que se le someten, aquel que obedece se aniquila, se ve absorbido por una personalidad extraña; ya no es más que fuerza mecánica, herramienta al servicio del otro.
Cuando se trata de la autoridad ejercida por un hombre sobre otros hombres, por un soberano déspota sobre sus súbditos, por un patrón sobre sus obreros, por un señor sobre sus criados, enseguida se comprende que esta personalidad emplea la vida de quienes se le someten para dar satisfacción a sus placeres, a sus necesidades o a sus intereses: o sea, para el embellecimiento y la ampliación de su propia vida en perjuicio de la de los demás. Lo que no suele entenderse tan claramente es la nefasta influencia de las autoridades de orden abstracto: las ideas, los mitos religiosos o de cualquier otro tipo, las costumbres, etc. Sin embargo, todas las manifestaciones exteriores de autoridad tienen su origen en una autoridad mental. En efecto, ninguna autoridad material, ya sea la de las leyes o la de los individuos, posee su fuerza y su razón en sí. Ninguna se ejerce realmente por sí misma: todas se basan en ideas. Y, si el hombre llega a aceptar su realización tangible en las diversas formas revestidas por el principio de autoridad, es porque primero se doblega ante estas ideas.
La obediencia tiene dos faces distintas:
1. Se obedece porque no puede hacerce otra cosa.
2. Se obedece porque se cree que se debe obedecer.
En las conciciones de vida casi animal en que vivieron los primeros humanos, la voluntad del más fuerte era la ley suprema ante la cual debían doblegarse los más débiles.
"Quiero", dice el que se siente con fuerza suficiente para obligar a otro a obedecerlo. Esta coacción no implica sanción moral alguna. Uno quiere porque tal es su placer, el otro obedece por temor, y si logra ponerse fuera del alcance de las represalias, se apresura a actuar a su antojo, satisfecho de su libertad, dispuesto, a su vez, a imponer su voluntad a quien sea más débil que él. Este dominio a través de la fuerza física no puede, en verdad, ser llamado autoridad: no pasa de ser una coacción pasajera y únicamente material, no aceptada por la voluntad del que obedece. Sólo el dominio ejercido en nombre de ideas abstractas por el más débil sobre el más fuerte y aceptado por éste, constituye la autoridad. Se entra entonces en la segunda face:
. Uno obedece porque se imagina que es necesario obedecer.
de: Alexandra David-Neel (1968-1969)
fin de la primera face.