jueves, 20 de septiembre de 2012

De la autoridad - segunda face - primera parte

Uno obedece porque se imagina que es necesario obedecer:

Cuando las condiciones del entorno permiten que los hombres empiecen a reflexionar, aquellos cuya mentalidad está más desarrollada sienten el deseo de lograr la obediencia de los demás, ya sea por un interés puramente egoísta, ya sea, las más de las veces, porque habiéndose formado un ideal de vida que juzgan conveniente para el grupo al que pertenecen, desean verlo realizado.
Pero sin la ciencia que prueba y demuestra, guiados sólo por vagas experiencias, por algunas observaciones superficiales y sobre todo por su imaginación, ¿cómo podrán someter a las masas que los rodean y de las que no pueden apoderarse por la fuerza física?
Entonces, su espíritu inventivo se aprovecha de la ignorancia y del terror de los hombres inquietos en medio de la Naturaleza incomprensible y terrible. De este modo los dioses se encargan de proporcionar a los hombres su regla de conducta.
El temor que lo desconocido inspira a los cerebros rudimentarios se extiende de esta manera hasta los que hablan en su nombre, los que explican la ley y exigen su observación en nombre de los dioses.
He aquí la primera autoridad fundada por la astucia y basada en quimeras. El hombre la acepta por ignorancia, del mismo modo que también aceptará por ignorancia todas las que a continuación vayan surgiendo.
A través de estas leyes misteriosas, presentadas como expresión de una volundad extraterrestre, los jefes religiosos dominarán al hombre, ya no diciéndole aquel "quiero" que se dirigía al cuerpo y al cual él podía sustraerse, sino diciéndole "debes". Así ya no es posible fuga alguna para vivir libremente fuera de la presencia del jefe temible por la fuerza. A partir de este momento, el hombre tiene una coacción invisible: la voluntad de dios, que acarrea como un fardo. Adonde quiera que vaya, en cualquier lugar y en cualquier tiempo, su memoria le repetirá lo que debe hacer o evitar. Se le ha enseñado a distinguir el bien del mal.
En todas las épocas, el hombre, como cualquier ser, ha distinguido las cosas que le procuran satisfacción de aquellas que le producen sufrimiento. En ningún momento fue preciso enseñarle este mal y este bien naturales. Sin embargo, apoyándose en la voluntad expresada por los dioses, voluntad incomprensible e indiscutible, se le obligó a aceptar como expresión del bien la resignación pasiva, la sumisión ciega, el dolor, la renuncia a las aspiraciones más naturales: el mal bajo todas sus formas. El mal oficial es aquí la propia vida con todos sus deseos y alegrías, su necesidad de libertad, su curiosidad por las cosas, sus actos de rebeldía, su horror por el sufrimiento, todo cuanto es bello y verdadero.
Los primeros códigos escritos o no, fueron muy distintos según los medios o las razas donde se originaron y sufrieron numerosas modificaciones en relacion con la evolución de las sociedades. Pero cualesquiera que sean las leyes y las fuerzas sociales ante las que se inclinan los hombres, lo cierto es que su poder está subordinado a la aceptación de un código moral.
Sólo el hombre que, por una perversión del sentido natural, cree en el bien-sufrimiento, en el bien-desagradable y en el mal como fuente de goce, puede entender la necesidd de una organización destinada a imponer el bien por la fuerza y a reprimir por la violencia a los que estarían tentados de entregarse al mal para obtener de él una satisfacción.
En la lucha suscitada por el antagonismo que existe entre el verdadero interés del individuo y la regla de conducta a la que cree que debe conformarse, el hombre se habitúa a la sujeción y está dispuesto a aceptarla cuando ésta se manifiesta a través de una autoridad exterior. Claro que pelea y discute; el bien y el mal difieren de un hombre a otro, de un pueblo a otro; uno se enorgullece de lo que el otro reprueba, pero, en el fondo, el principio es siempre el mismo.
Cuando alguien pretende eliminar la moral del vecino y el aparato autoritario por el que se impone, su objetivo es sustituirla por su propia moral que, al igual que la otra, tendrá que imponerse por la fuerza a aquellos que no la admitan. Como siempre hay muchos puntos comunes entre las personas de la misma raza, en general los beligerantes acaban prefiriendo sacrificar algo de su concepción del bien, mientras sus adversarios se erigen en guardianes del código. De este modo evitan al enemigo común:

El hombre verdaderamente libre que actúa según su necesidad sin someterse a nadie.

Si el hombre menos ignorante hubiese mantenido la distinsión que en sí mismo tan profundamente siente -el bien útil, el mal nocivo-, poco a poco habría progresado, empleando los mejores medios para evitar el sufrimiento y satisfacer sus necesidades materiales e intelectuales. Habría habido higienistas, inventores, sabios de todos los géneros.

La credulidad, sin embargo, hizo que se sometiera ante las supuestas voluntades de seres quiméricos; y así hubo padres, reyes, guerreros, políticos; sufrió, lloró, martirizó su propia carne para salvar el alma, sacrificando su existencia a supuestos deberes sociales.

En las sociedades modernas, la autoridad ya no está basada oficialmente en una divinidad. Se habla aún en ellas del bien y del mal, pero en realidad el cumplimiento de las leyes llamadas morales (desde que se dejó de llamarlas divinas) ya no es obligatorio. Del bien sólo se retiene aquello que los legisladores consideran útil y lucrativo para el orden social del momento. Ciertamente la virtud continúa siendo recomendada en bellos discursos; pero el vicio es mucho mejor aceptado. Ya no nos piden que salvemos el alma, basta con ser una persona honesta, o sea, que actuemos según la voluntad de los legisladores en los actos externos de nuestra existencia.
Por limitada que sea, esta concepción tiene suficientes elementos para provocar bastantes víctimas:

la honra, el patriotismo y otras virtudes laicas ha matado tanta gente como antiguamente lo hicieron los dioses. Y así continuará mientras el hombre procure su regla de conducta al margen de la ciencia, única entidad capaz de esclarecerlo respecto a sus intereses efectivos y única autoridad que debe reconocer.

Alexandra David-Neel

Librairie plon, 1970 y 1989 - con el título "En Chine"
Texto extraído del libro Elogio a la vida -Ed. Octaedro
la traducción estuvo a cargo de Joaquim Sirera