lunes, 28 de enero de 2013

La Guerra Santa -segunda face-




Puede estallar, ¡irreparablemente! Cada tanto, se enciende, pero nunca por mucho tiempo. Ante los primeros signos de victoria me admiro en el triunfo, me hago el generoso y pacto con el enemigo. Hay traidores en la casa, pero tienen cara de amigos, ¡sería tan desagradable desenmascararlos! Ocupan su lugar al lado del fuego, tienen sus sillones y sus pantuflas; vienen cuando estoy somnoliento, me dicen algo lindo, me cuentan una historia palpitante o divertida, me traen flores o golosinas, o algún hermoso sombrero de plumas. Hablan en primera persona, creo escuchar mi voz, creo emitir mi voz: "Yo soy... Yo sé... Yo quiero..."
Mentiras. Mentiras incorporadas a mi carne, abscesos que me gritan: "No nos revientes, ¡tenemos la misma sangre!", pústulas que lloriquean: "Somos tu único bien, tu único ornamento, sigue nutriéndonos, no te cuesta tanto!"
Y son muchos, son encantadores y lamentables, son arrogantes y me hacen chantaje, se coaligan... Esos bárbaros no respetan nada (nada verdadero, quiere decir, porque frente a todo lo demás están arrugados de tanto respeto). Gracias a ellos tengo forma, ocupan mi lugar y tienen la llave del cajón de máscaras. Me dicen: "Nosotros te vestimos; ¿cómo harías, sin nosotros para aparecer en el mundo?" ¡Oh, es mejor andar desnudo como una larva!
Para combatir a esos ejércitos, sólo tengo una pequeña espada apenas perceptible que corta como una afeitadora -es verdad- y que es muy asesina. Pero es tan chica que la pierdo a cada rato, nunca sé dónde la guardo. Y cuando por fin la encuentro, me parece muy pesada y muy difícil de manejar.
Yo sé decir apenas algunas palabras, que todavía son más bien gemidos, en cambio ellos también saben escribir. En mi boca siempre hay uno que acecha mis palabras cuando quiero hablar. Las escucha, se las guarda, y habla en mi lugar, con las mismas palabras, pero con su inmundo acento.
Y gracias a él se me considera y se me juzga inteligente. (Pero quienes me roban todo, y después se divierten compadeciéndome: "Nosotros te protegemos, te expresamos, te hacemos valer. ¡Quieres asesinarnos! Te destrozas a ti mismo cuando nos tratas mal, cuando golpeas con maldad nuestra sensible nariz, la nuestra, la de tus buenos amigos."
Y viene a debilitarme la sucia piedad, con sus tibiezas. Contra ustedes, fantasmas, toda la luz. Bastará que encienda la lámpara para que callen, que abra un ojo para que desaparezcan. Porque están esculpidos de vacío, envejecidos por la nada. Contra ustedes, la guerra hasta el final. Ninguna piedad, ninguna tolerancia. Un sólo derecho: el derecho de ya no ser.
Pero ahora el canto es otro. Se sienten protegidos. Se hacen los conciliadores. "Sí, tu eres el amo. ¿Pero qué es un amo sin servidores? Déjanos en nuestros modestos lugares que prometemos ayudarte. Imagina, por ejemplo, que quieras escribir un poema. ¿Qué harías sin nosotros?".
Sí, rebeldes, un día volveré a ponerlos en sus lugares. Los doblegaré bajo mi yugo. Los alimentaré con heno y les pegaré todas las mañanas. Pero mientras succionen mi sangre, y roben mi palabra, ¡Oh! más vale no escribir más poemas.
Esa es la maravillosa paz que me proponen. Que cierre los ojos para no ver el crimen. Que me mueva de la mañana a la noche para no ver a la muerte, siempre boquiabierta. Que me crea victorioso antes de haber luchado. ¡Paz mentirosa! Acomodarse a las propias cobardías, porque todo el mundo se acomoda. ¡Paz de vencidos! Un poco de mugre, un poco de embriaguez, un poco de blasfemia, bajo palabras espirituales. Una mascarada de virtud, un poco de pereza y ensoñación, e incluso tal vez mucha, si se es artista, un poco de todo eso, y alrededor muchas palabras hermosas. Esa es la paz que nos proponen. ¡Paz de vendidos! Y para salvaguardar esa paz vergonzosa, uno es capaz de hacer todo, también la guerra. Porque existe una vieja y segura receta para conservar la paz: acusar siempre a los otros. ¡Paz de traición!
Ahora saben que quiero hablar de la guerra santa.

René Daumal